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domingo, 12 de febrero de 2012

Nuestra edad de oro

La más reciente película de Woody Allen, nombrada en español “Medianoche en París”, se pasea por una metáfora que quizá no ha sido debidamente escudriñada: la persistente tendencia humana a creer o sospechar que todo tiempo pasado fue mejor. La película se concentra en el ámbito de la literatura y las artes, y busca mostrar cómo la gente se deslumbra y emociona en presencia o ante la sola mención de vacas sagradas como Hemingway, Scott Fitzgerald, Picasso, Dalí, Buñuel. A esa conclusión había llegado un turista del tiempo que se movió desde el presente hacia los años 20 parisinos y allí conoció a esos y otros consagrados. Hasta que conoció a una personaja (digo, creo que así se dice ahora) que fornicó con todos ellos y se la llevó a hacer un tour que la muchacha quería hacer: viajar a la Belle epoque, al tiempo de esplendor del Moulin Rouge (finales del XIX y principios del XX), donde se topó con Gauguin y otros vergajos. Entonces la muchacha del siglo XX y el tipo del XXI producen la discusión central de la historia: él creía que la época más brillante de la humanidad era el siglo XX, donde la había encontrado a ella, y la joven decía que la época de oro era aquella otra, más atrás.
El sujeto, brillante y maduro aunque norteamericano y de clase media-alta, decide mandar todo a la mierda y acostumbrarse a la perra vida real: regresó a su época y se enamoró de la humilde francesa que le vendía libros baratos en un kiosco equis.
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El pueblo venezolano está viviendo su época de oro, y muchos no lo creemos o no nos damos cuenta porque tenemos el cerebro y las percepciones atiborradas de epopeyas independentistas, nombres fastuosos e intocables, deslumbramientos inculcados desde la escuela. Si usted dice que en El Socorro (Guárico) hay un viejo campesino que echa cuentos formidables que hacen palidecer a los bodrios escritos desde Caracas por un burgués llamado Rómulo Gallegos, capaz que viene cualquier intelectual (y más de un camarada) y lo condena al silencio, lo fusila moralmente: qué bolas tiene éste, venir a decir que hay un campesino jediondo que narra mejor que Gallegos. Los códigos que nos incrustaron en la escuela adeca en que estudiamos (a ver: TODOS los que estamos leyendo este artículo estudiamos en una escuela adeca, burguesa, formadora de esclavos o amos, capitalistas todos) han alcanzado categoría de tótem.
Quien se aplica a derribar un tótem por lo general sale aplastado por éste y sus defensores. Por eso la tarea de derribar dioses (mitos) y fantasmas tiene que ser colectiva, no de individuos aislados y segregados.
La buena noticia es que nuestro pueblo ha entrado, lenta pero sostenidamente, en una dinámica de derribamiento icoloclasta o desacralización de figurones y figurines que nos impusieron como sagrados.
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La mala noticia es que, paralelo a esa política ciudadana de transgresión, ha venido a cobrar fuerza en el seno de pretendidas vanguardias políticas o ideológicas cierto espíritu tenebroso que les exige a los demás una pureza y una perfección que nadie en este tiempo capitalista puede sostener a cabalidad. Hablar desde presuntas convicciones es fácil. “Presuntas convicciones”: las cosas que uno dice con el hocico en forma de discursos revolucionarios o libertarios, pero que para sus voceadores y voceros son difíciles e imposibles de sostener.
Ejemplo práctico. Hace poco hubo en las redes sociales una especie de debate sobre una práctica de este Gobierno de querer vender como logros de la Revolución algunos éxitos conseguidos en territorios que son del enemigo: un piloto en fórmula 1, un golfista, una miss, unos grandeligas, una carroza en el carnaval de Río de Janeiro. Cuando la miss en cuestión visitó Miraflores se desataron los demonios: Chávez, acusado de tener debilidades por emblemas de un mundo corrompido que queremos destruir y no fortalecer.
En ese debate participé con una reflexión más o menos en estos términos: Chávez ha cometido enormes equivocaciones últimamente. Chávez es contradictorio, comete errores, incurre en devaneos pequeñoburgueses insoportables. He presenciado todo eso y he tomado una decisión: yo sigo siendo chavista. Primero, porque para yo hacerle un juicio sumario a ese tipo tengo que demostrar que yo soy mejor o más revolucionario que él, y no lo soy: yo también cometo errores y la cago con frecuencia. Yo tomo cerveza Polar (la cerveza del enemigo), me gusta Shakira, ayer me jarté un perrocaliente, uso ropas hechas por esclavos y quiero comprarme un carro. Y segundo, porque las otras opciones son indignas: meterme a escuálido o ponerme a soñar con el revolucionario perfecto, el que nunca se equivoca y no habla con misses sino con revolucionarias impolutas (¿y dónde están esas bichas, por cierto?). Yo soy chavista. Chávez es un tipo como yo: se equivoca.
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Chávez no es igual, mejor o peor que ninguna figura histórica registrada bibliográficamente: sencillamente, a Chávez le tocó ser presidente de la época más esplendorosa del pueblo venezolano; si le exigimos perfección o lo “compramos” como es, es nuestra discusión, y ese discutir es una de las aristas de nuestro experimento. Es un sujeto como nosotros, bichos imperfectos y metidos en el trance de sacarnos del cuerpo este capitalismo, que casi siempre nos gana individualmente pero que a la larga perderá.


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