En la serie sobre los Premios Nobel recorremos, dentro de las ramas de Física y Química, cada uno de estos galardones desde su nacimiento en 1901 hasta la actualidad –punto que alcanzaremos el siglo que viene, imagino–. En cada artículo tratamos de hacer dos cosas; por un lado, ponernos en la situación en la que estábamos por entonces, de modo que sea más fácil comprender la relevancia del premio y lo que significó en su momento. Por otro, hablar del descubrimiento en general y, básicamente, pasarlo bien parloteando un rato de ciencia. La mejor actitud para disfrutar de esta serie es no tener expectativas, porque ¿quién sabe dónde nos llevará la verborrea?
En la última entrega de la serie hablamos del Premio Nobel de Química de 1912, entregado a Victor Grignard y Paul Sabatier por sus descubrimientos en química orgánica –el reactivo de Grignard por un lado y la hidrogenación utilizando metales pulverizados en el otro–. Hoy haremos lo propio con el Premio Nobel de Física de 1913, que recibió el holandés Heike Kamerlingh Onnes, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
Por sus investigaciones sobre las propiedades de la materia a bajas temperaturas, que llevaron, entre otras cosas, a la obtención de helio líquido.
Sí, sí… puede sonar poco importante, pero puedo asegurarte que no lo es en absoluto. De hecho, la obtención de helio líquido en sí misma no hubiera hecho a Onnes ganar el Nobel: fue la combinación con un descubrimiento realizado utilizando ese helio líquido lo que le proporcionó el galardón, ya que un contemporáneo suyo condensó hidrógeno diez años antes y no se llevó ningún Nobel… es una larga historia.
Tan larga que, como verás, la estamos publicando en dos partes; estás leyendo la primera, y la segunda se publicará la semana que viene.
Y en esta historia se mezclan la generosidad, la ruindad (a veces de los mismos personajes), la persistencia y la visión empresarial. Además, está entrelazada con la historia de William Ramsay, un personaje viejo conocido nuestro; se trata de la dramática carrera para licuar los “gases permanentes” –que, por supuesto, luego resultaron no serlo– y, sobre todo, el último de ellos: el helio. ¿Preparado?
A mediados del siglo XIX los científicos habían logrado enfriar casi todos los gases hasta condensarlos, es decir, convertirlos en líquidos; en términos más empleados en aquella época, habían conseguido la licuefacción de casi todos los gases. Naturalmente es muy fácil condensar algunos de ellos: por ejemplo, el vapor de agua, como puedes comprobar cualquier invierno cuando exhalas y se forma vaho frente a tu boca, ya que ese vaho no es más que un montón de gotitas de agua líquida.
Si quieres condensar vapor de agua no tienes más que ponerlo en contacto con algo lo suficientemente frío (por ejemplo, hielo). Pero llega un momento, para otros gases, en los que eso no funciona. El problema es evidente: para enfriar algo lo ponemos en contacto con algo más frío que él. Pero ¿y si no hay nada más frío?
Los precursores: James Prescott Joule (izquierda) y William Thomson, Lord Kelvin (derecha).
Una sociedad precientífica no tiene respuesta. Pero en el siglo XIX, armados con los rudimentos de la naciente Termodinámica, la respuesta era evidente: si no hay nada más frío lo creamos nosotros. James Prescott Joule y Lord Kelvin ya habían demostrado que es posible calentar un gas comprimiéndolo y enfriarlo expandiéndolo. La solución, por tanto, era clara: primero se enfriaba un gas hasta la temperatura más baja posible con lo que hubiese alrededor –en la Tierra se trata de hielo, que puede alcanzar unos -85 °C–.
Luego se comprimía el gas a la máxima presión posible que aguantasen los aparatos. Al hacerlo, claro, el gas se calentaba, lo que es justo lo contrario de lo que queríamos — pero ahí estaba el hielo para enfriarlo de nuevo. Tras el enfriamiento volvíamos a tener el gas a la misma temperatura de antes –la más baja de la que podamos disponer–, pero con una diferencia: la presión era mucho mayor que antes.
Luego se expandía el gas de nuevo, con lo que se enfriaba: se enfriaba más de lo que estaba el hielo que lo había llevado a esta temperatura. Haciendo esto, los físicos de mediados del XIX (uno de los más prolíficos en este aspecto fue Michael Faraday) consiguieron condensar multitud de gases. Hacia 1845 sólo existían tres gases puros que nadie había logrado licuar: nitrógeno, oxígeno e hidrógeno. Estos tres gases se denominaban, por tanto, gases permanentes, porque muchos pensaban que era imposible convertirlos en líquidos, ya fuera porque no lo serían en ninguna condición o porque esas condiciones de presión y temperatura eran inalcanzables en la práctica.
Los pioneros: Karol Olszewski (1846-1915) y Zygmunt Wróblewski (1845-1888).
Sin embargo, no hubo que esperar mucho tiempo para reducir el tamaño de la lista: dos científicos polacos, Zygmunt Wróblewski y Karol Olszewski, de la Universidad de Krakovia, consiguieron condensar nitrógeno y oxígeno del aire en 1883. Antes de seguir quiero dejar claro lo difícil de esta tarea: a presión atmosférica, el oxígeno se condensa a unos -183 °C y el nitrógeno a -196 °C. ¡Imagina construir aparatos capaces de llevar esos gases a temperaturas tan bajas! Olszewski y Wróblewski consiguieron algo dificilísimo, adelantándose por poco tiempo a muchos otros científicos que estaban intentando conseguir exactamente lo mismo. El caso es que, en 1883, la lista de los gases permanentes se había reducido a uno solo — el hidrógeno.
A estas alturas ya sabíamos además que, aunque se siguiera usando el nombre de gas permanente, sí era posible teóricamente obtener hidrógeno líquido. El responsable de que tuviéramos esto bastante claro es un viejo conocido de esta serie, Johannes Diderik Van der Waals. Entre otras cosas que le valieron el Premio Nobel de Física de 1910, el holandés estableció un método para estimar, conociendo el comportamiento de un gas, los puntos de ebullición de otros gases… y el hidrógeno seguramente se condensaría a unos 20 kelvin, es decir, unos -253 °C.
El método de Van der Waals de comparación de gases no era perfecto si las condiciones eran muy distintas, con lo que había margen de error, pero servía muy bien para tener una idea de por dónde iban los tiros. Desde luego, Van der Waals garantizaba la teoría, pero no que fuera posible alcanzar los valores necesarios para la licuefacción. La noticia era estupenda por una parte –era posible hacerlo, al menos en teoría– pero terrible por otra: el hidrógeno requería temperaturas unos sesenta grados más bajas que las más bajas conseguidas nunca antes. El último gas permanente sería difícil de roer, ¡y encima resultó que ya no estaba solo!
El teórico: Johannes Diderik Van der Waals (1837-1923).
Como también hemos visto en esta misma serie –y me encanta cuando pasan estas cosas, porque al final nos acabamos sintiendo todos cultos–, en 1894, junto con Lord Rayleigh, Sir William Ramsay consiguió aislar argón. El argón no resultó ser mucho más difícil de licuar que el oxígeno y -186 °C bastaron para condensarlo. ¡Eso sí, no olvides esta fecha y este descubrimiento de Ramsay porque será muy importante más adelante aunque parezca no tener que ver!
Pero, como bien sabes si eres viejo del lugar, Ramsay no había terminado de aislar gases, y poco después, en 1895, consiguió aislar helio –que antes sólo había sido detectado, primero en el Sol y luego en la atmósfera terrestre en cantidades ínfimas–, y por ello ganó el Nobel de Química de 1904. Y el helio, por más que los científicos lo enfriaban, no se condensaba ni a buenas ni a malas. De modo que, en 1895, la lista de gases puros permanentes volvía a aumentar y tenía dos miembros: el hidrógeno y el helio. No por casualidad se trata de los dos elementos más ligeros de la tabla periódica, claro.
Los científicos se lanzaron con entusiasmo a intentar salvar ese abismo de sesenta grados con la temperatura de condensación del nitrógeno. Sin embargo, al utilizar las ecuaciones de Van der Waals y su ley de los estados correspondientes para comparar con el helio, el resultado fue aterrador: si el hidrógeno tenía que enfriarse a -253 °C para condensarse, el helio necesitaría probablemente unos quince grados menos, unos -268 °C.
Esa temperatura estaba cerquísima del cero absoluto, la temperatura termodinámica más baja posible, definida por Sir William Thomson –Lord Kelvin para los amigos–, unos -273 °C. En la escala del propio Kelvin el cero absoluto, dado que es la temperatura más baja alcanzable, en la que las moléculas detienen completamente su movimiento, coincide con 0 K. Por lo tanto, el hidrógeno se condensaría alrededor de 20 K y el helio a unos gélidos 4 ó 5 K. Si quieres leer más sobre las escalas de temperatura, por cierto, puedes hacerlo aquí.
Como puedes ver, a pesar de que el hidrógeno es más ligero que el helio, su temperatura de ebullición es más alta. Esto podría resultar sorprendente –y se lo hubiera resultado a casi todo el mundo tres décadas antes–, pero deja de serlo si tenemos en cuenta la hipótesis de Van der Waals, según la cual las moléculas de un gas sufren interacciones entre sí que las atraen, aunque sea levemente. En el caso de la molécula de hidrógeno, formada por dos átomos (H2), las fuerzas intermoleculares son más grandes que entre átomos sueltos de helio (He), que es un gas inerte –en términos de la época, un gas noble–. Así, aunque ambos eran dificilísimos de condensar, el gas noble lo era aún más que su primo no tan noble.
Y, efectivamente, el hidrógeno fue el primero en ser vencido. El responsable fue el escocés Sir James Dewar, que era un auténtico genio y un cascarrabias de tres pares de narices; tanto es así que uno de sus ayudantes juró en un momento dado no volver a trabajar en la Royal Institution mientras lo hiciera allí Dewar, y cumplió su palabra.
El rival: Sir James Dewar (1842-1923).
Pero, aunque Dewar no fuera demasiado amable, tenía un gran talento, y cuando dedicó su mirada a la física de bajas temperaturas la revolucionó. Ocho años después de que los dos polacos licuasen oxígeno, Dewar había perfeccionado el proceso y obtenía varios litros a la hora, algo esencial para conseguir temperaturas aún más bajas, e incluso había conseguido enfriar el oxígeno líquido hasta congelarlo. ¿Te imaginas su cara cuando vio nevar oxígeno?
Un año más tarde, en 1892, se le ocurrió una idea tan simple y genial que la seguimos usando hoy en día: para aislar algo térmicamente, lo introdujo en un recipiente con una doble pared. Entre ambas paredes se hacía el vacío, de modo que la transmisión de energía térmica fuera lo menor posible, y además se pulimentaban las paredes de metal para que casi toda la radiación térmica fuera reflejada.
Estos vasos, llamados vasos Dewar, permitían mantener sustancias a temperaturas muy diferentes –altas o bajas– de la temperatura ambiente. Tan útiles resultaron ser que doce años después, en 1904, una empresa con el nombre Thermos empezaría a fabricarlos industrialmente para uso doméstico y nuestros termos de hoy en día son precisamente eso (al menos los buenos, porque los malos tienen aire entre las paredes, y no es lo mismo)… aunque Dewar no vio ni un duro, porque nunca patentó su invento, con lo que cuando demandó a la empresa posteriormente perdió el pleito.
Gracias a los vasos Dewar se logró algo muy importante: a partir de 1892 fue posible licuar un gas a muy baja temperatura en un lugar y luego transportarlo a otro, o utilizar el líquido un tiempo después de obtenerlo. El oxígeno y el nitrógeno líquidos se convirtieron en herramientas ubicuas en los laboratorios de física de bajas temperaturas –y lo siguen siendo–. Sin el invento del escocés, este artículo se acabaría aquí, en 1892, porque todo lo demás seguramente hubiera sido imposible.
Dos años después, en 1894, Dewar cometió un gran error que pagaría caro, ya que de no ser por esta razón tal vez hoy el verdadero héroe del artículo sería él y no Heike Kammerlingh Onnes. Como hemos dicho, ese año Sir William Ramsay obtuvo por primera vez argón de la atmósfera. Bien, Sir James Dewar pensaba que lo que Ramsay y Rayleigh habían obtenido no era argón, sino una forma triatómica de nitrógeno, y además de afirmarlo en una charla en la Chemical Society, al parecer The Times recibió alguna carta o bien de Dewar o de alguien cercano a él que criticaba a los otros dos por no publicar los detalles de sus experimentos –algo que hicieron sólo cuando estuvieron muy seguros de los resultados–. ¿Celos profesionales por parte de Dewar? ¿Una crítica legítima de los defectos en la publicación de los otros?
Poco importa. El caso es que en 1894 Dewar se ganó, con razón o sin ella, la enemistad profunda de Sir Wiliam Ramsay, que por cierto resultó tener razón en lo que al argón se refería. Fuera como fuese, Ramsay era el líder en la obtención de gases inertes de la época, con lo que imaginas por dónde fueron los tiros a partir de ahí cuando a Dewar le hizo falta su ayuda. Cuando Ramsay logró aislar helio, lo primero que hizo fue, por supuesto, enviarlo a uno de los científicos que intentaban vencer a estos dos “gases permanentes”… pero, a pesar de ser su compatriota, ni se le pasó por la cabeza llamar a Dewar: se lo envió al polaco Karol Olszewski (uno de los condensadores del oxígeno diez años antes). Supongo que Dewar se subiría por las paredes, y la cosa no había hecho más que empezar.
Olszewski puso la muestra de helio que le había enviado Ramsay en contacto con oxígeno/nitrógeno líquido, lo comprimió todo lo que pudo, volvió a enfriarlo con el oxígeno/nitrógeno líquido y luego expandió el helio lo más posible para disminuir aún más su temperatura, pero no consiguió alcanzar un valor suficientemente bajo para licuar el gas. El primer intento, un tanto ingenuo, había fracasado, pero a partir de entonces la carrera se lanzó de verdad.
Aunque en varios laboratorios europeos se intentaba lograr la licuefacción de ambos gases –hidrógeno y helio–, tres de ellos tenían las mejores posibilidades. Uno de ellos, naturalmente, era el de Krakovia, donde Olszewski seguía realizando experimentos al respecto. Otro era el de Londres, donde Dewar hacía lo propio. Y el tercero estaba en Leiden, en los Países Bajos, y estaba siendo montado por Heike Kammerlingh Onnes.
El héroe: Un joven Heike Kammerlingh Onnes.
El holandés había nacido en 1853 en Groningen, y era hijo de un fabricante de ladrillos. Aunque Onnes fue a la universidad de su ciudad natal, luego pasó tres años en la de Heidelberg, donde fue alumno de genios de la talla de Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen. Inicialmente, Onnes había tenido interés por muchas ramas de la Física, y de hecho su tesis doctoral de 1878 versaba sobre la rotación terrestre. Sin embargo, al inicio de la década de 1880 fue cautivado por las ideas de su compatriota, el ínclito Johannes Diderik Van der Waals, sobre los gases y los líquidos y el modo en el que ambos podían llegar a ser indistinguibles en determinadas condiciones (no voy a repetirme de nuevo, porque esto lo tienes más que sabido si has leído esta serie desde el principio).
De modo que, cuando Onnes fue nombrado Catedrático de Física Experimental de la Universidad de Leiden en 1882, se propuso montar el laboratorio de criofísica –física de bajas temperaturas– más avanzado del mundo. Aquí es donde, en mi ignorante opinión, Onnes era superior a muchos de los científicos de su época: se dio cuenta de que el mundo había cambiado, y de que un hombre solo no podía alcanzar la perfección experimental necesaria para hacer avanzar la ciencia. Aquí tengo que detenerme un momento y salirme por peteneras, pero estoy seguro de que no te importa o no estarías leyendo este ladrillo.
Cuando una ciencia nace, es fácil realizar experimentos y hacerla avanzar: basta con mirar a tu alrededor y extraer conclusiones más o menos básicas. Sin embargo, en el siglo XIX y sobre todo en su segunda mitad, la Física había avanzado lo suficiente como para que los experimentos tuvieran que ser más sutiles. En lo que nos ocupa hoy, para empezar a comprender el comportamiento de un gas basta con observarlo en la habitación en que te encuentras, pero ¿cómo se comportará en otras condiciones muy diferentes? Pueden cambiarse hasta cierto punto sin mucho esfuerzo; llegar muy lejos de las condiciones normales es muy difícil pero, al mismo tiempo, absolutamente esencial, lo mismo que en casi todas las otras facetas de la Física y la Química.
Al límite: el generador de rayos X Z-Machine, de los Laboratorios Sandia, en Albuquerque.
Llevar las cosas al límite no sólo sirve para predecir su comportamiento en condiciones límite: a veces permite conocer el corazón de esas mismas cosas. En ocasiones hay hipótesis contradictorias pero que predicen cosas parecidas para las condiciones cotidianas, pero esas hipótesis divergen para otras condiciones extremas. En esos casos necesitamos ir más allá: necesitamos recrear en el laboratorio cosas que nunca veríamos a nuestro alrededor. Naturalmente, con los años esto no ha hecho más que agudizarse y nuestros aceleradores de partículas actuales son un muy buen ejemplo de esto, pero no está de más mirar hacia atrás y ver la evolución del modo en que hacemos ciencia.
En esta madurez de la ciencia, para llegar muy lejos no basta casi nunca con un científico: sí, quiero expandir el gas y someterlo a gran presión, pero ¿cómo debe entonces ser el recipiente que lo contiene? Si no sé sobre resistencia de materiales, el recipiente puede romperse. Si no sé sobre mecánica, los émbolos de la bomba pueden tener pérdidas o también romperse. Cuanto más hacia el límite quiera llevar los aparatos de experimentación, más necesito saber sobre muchas cosas que no son ciencia pero, al mismo tiempo, si quiero llevar la ciencia al límite debo saber mucha ciencia, ¡con lo que no tengo tiempo de aprender otras cosas!
La solución era, naturalmente, la especialización: hace falta un mecánico experto, un soplador de vidrio excepcional, técnicos extraordinarios que se ocupen cada uno de lo suyo bajo la dirección de alguien con la suficiente visión como para hacer funcionar todo el equipo. Hace falta, básicamente, un paso de la ciencia artesana a la ciencia industrial. Y en esto, tal vez por influencia de su padre, Heike Kammerlingh Onnes era un genio, y consiguió un laboratorio que sería famoso durante décadas por la calidad de sus aparatos y de los técnicos que allí trabajaban.
Por ejemplo, Onnes quería recipientes para los experimentos en los que pudiese ver qué estaba pasando dentro: por lo tanto, el metal –lo más adecuado para soportar grandes presiones– no servía. De modo que consiguió la colaboración de Oskar Kesserling, un soplador de vidrio sin parangón en la época, que fabricaba los tubos y recipientes que Onnes requería en cada momento. Tal fue la importancia del equipo de Kamerlingh Onnes que, en su discurso de aceptación (al que enlazo al final), menciona explícitamente al técnico que fabricó muchos de los instrumentos empleados en sus experimentos:
[...] Esto es particularmente cierto de mi leal colega G. J. Flim, mecánico, a quien también estoy profundamente agradecido por preparar el resto de los experimentos y aparatos mencionados aquí.
Pero no sólo eran Flim y Kessinger: Kamerlingh Onnes se rodeó de un equipo bastante nutrido de expertos con una cohorte de ayudantes para cada uno, y necesitó crear una estructura empresarial en el laboratorio. En eso era completamente diferente de James Dewar, que mantenía la tradición británica del científico-artesano. Según Dewar (énfasis mío),
En mi trabajo nunca he conseguido nada que no fuera sustancialmente con mis propias manos. En el trabajo pionero los ayudantes no sirven de nada.
Sir James Dewar en el laboratorio.
Es cierto que, mirando hacia atrás, Kamerlingh Onnes tenía razón y Dewar se equivocaba, y también es cierto que la opinión de Dewar suena arrogante y un tanto estúpida –pero es que él era un tanto arrogante y a veces un poco estúpido–. Pero también hay que reconocer que Dewar tenía razones, al menos, para estar frustrado: en una ocasión, uno de sus ayudantes se confundió de válvula y dejó abierta la del helio, con lo que durante la noche el escocés perdió toda la reserva que tenía del precioso gas tan difícil de conseguir.
Irónicamente, el inicio del laboratorio de Onnes en Leiden fue un absoluto desastre, y espero que la historia te reconcilie un poco con el antipático James Dewar. Cuando Onnes estaba listo para empezar sus experimentos de baja temperatura e intentar obtener hidrógeno y helio líquidos en 1895, en la ciudad corrió el rumor de que su laboratorio tenía aparatos que podían producir una peligrosa explosión. El ayuntamiento prohibió la apertura del laboratorio hasta que concluyese una investigación y se le diese un permiso oficial.
El pobre Onnes estaba destrozado: amigo Sancho, con la burocracia hemos topado . Para convencer al ayuntamiento de que sus experimentos eran seguros –todo hay que decirlo, de vez en cuando había accidentes, pero tampoco era para prohibir el laboratorio–, pidió ayuda a científicos de renombre de laboratorios similares, como Olszewski y Dewar. Tanto el polaco como el británico escribieron sendas cartas tranquilizadoras a Leiden, asegurando que no había peligro y pidiendo que se permitiese la apertura del criolaboratorio de Kammerlingh Onnes. Teniendo en cuenta que los tres estaban compitiendo por conseguir lo mismo, esto honra tanto a Dewar como a Olszewski, ya que para ellos hubiera sido mucho más provechoso decir “Sí, es algo peligrosísimo, yo no le permitiría hacerlo”.
Heike Kammerlingh Onnes (1853-1926).
Con todo y con esto, a Onnes le llevó tres años conseguir el permiso del ayuntamiento. Puedes imaginarte su cara cuando, en 1898, por fin con todos los permisos en regla y listo para iniciar su particular carrera, leyó el título del artículo de Dewar en la revista de la Royal Society: Preliminary Note on the Liquefaction of Hydrogen and Helium, Nota preliminar sobre la licuefacción del hidrógeno y el helio. ¡La carrera había terminado antes de empezar!
Sin embargo, cuando Dewar examinó con más cuidado lo que había obtenido, se dio cuenta de que había logrado el éxito en un caso pero no en el otro: había conseguido condensar hidrógeno a menos de 20 K, pero lo que pensaba que era helio resultaron ser otros gases que no habían sido filtrados completamente de la muestra de helio gaseoso. Al purificar la muestra se comprobó que el helio seguía siendo un gas. La batalla continuaba.
Lo que sí había logrado James Dewar era limitar la lista de gases permanentes a uno solo: el helio. Para salvar el abismo de sesenta grados que hacía falta bajar desde la condensación del nitrógeno a la del hidrógeno, el escocés había hecho uso del efecto Joule-Thomson, mediante el que un gas cambia su temperatura al expandirse de manera adiabática, es decir, sin intercambiar energía térmica con el exterior. Lord Kelvin y James Prescott Joule habían comprobado este efecto experimentalmente en 1852, aunque eran incapaces de explicarlo –la explicación requería una Termodinámica más madura que la que ellos dos acababan de ayudar a parir–.
Donde Olszewski había expandido el gas una vez, Dewar realizó múltiples expansiones y enfriamientos del hidrógeno, utilizando oxígeno líquido para enfriarlo. Naturalmente, cada vez que se enfriaba el hidrógeno usando oxígeno líquido, éste se calentaba a su vez, con lo que se iba evaporando y hacía falta un suministro constante de oxígeno líquido nuevo. Pero, como hay mucho oxígeno en la atmósfera y Dewar era capaz de obtenerlo a un ritmo razonablemente grande, no había habido problema.
Pero el helio, ¡ay, el helio! Eso era otra historia por dos razones. Por una parte, bajar de 20 K a 5 K puede no parecer mucho si restas ambos números, pero ésa no es la manera de asimilar el abismo entre ambos: una temperatura de 20 K es cuatro veces más que 5 K. Si imaginas algo a 20 K en una habitación a temperatura ambiente puedes comprender lo dificilísimo que es, no ya bajar de esa temperatura, sino mantenerla siquiera y evitar que se iguale a la del entorno. Pues ahora convierte 20 K en 5 K, y puedes comprender la ansiedad de Dewar y compañía.
Sir William Ramsay (1852-1916).
La segunda razón era que conseguir helio en cantidades razonables era dificilísimo. El hidrógeno, por el contrario, es muy fácil de obtener: basta poner un par de electrodos en agua y realizar la electrólisis –la rotura de la molécula de H2O mediante la electricidad–, produciendo hidrógeno en un lado y oxígeno en el otro. Dewar tenía un hándicap aquí, claro: el hecho de que el productor de helio más experto del mundo, y para más inri compatriota suyo –Ramsay– le tenía una ojeriza tremenda al escocés. De modo que Dewar conseguía helio por su cuenta de las aguas termales de Bath, en las que aparecía en forma de traza mezclado con nitrógeno y neón, en una proporción de una parte entre doscientas. Lo malo es que separar el helio del neón no era posible químicamente, y suponía un obstáculo adicional para la preparación de los experimentos.
Pero con dificultades, obstáculos, logros y demás zarandajas seguiremos en la segunda parte de este “ladrillo” dentro de una semana. ¡Hasta entonces!
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