El Sistema Solar es una serie algo atípica: aunque sigamos intentando no aburrir ni complicar demasiado las cosas, tratamos de profundizar lo más posible en cada asunto y aprender sobre planetología en general y detalles poco conocidos de cada cuerpo del sistema en particular. La razón es, claro está, que todos hemos estudiado estas cosas en el colegio, y no tendría sentido explicar lo que ya sabemos. También intentamos buscar las fotografías más bellas posibles para que, incluso si no aprendes nada nuevo, al menos salgas de cada artículo con algún fondo de pantalla de los que quitan el hipo.
En la última entrega de la serie abandonamos por fin el subsistema joviano tras visitar los asteroides troyanos de Júpiter. Teniendo en cuenta que “entramos” en Júpiter en diciembre de 2009, ha sido una estancia larga pero espero que provechosa. Ahora nos alejamos aún más del Sol, hasta regiones donde la estrella es un objeto tenue y minúsculo, para alcanzar otra de las maravillas del Sistema Solar. Se trata de un planeta más pequeño y menos impresionante de Júpiter, pero de una belleza y delicadeza únicas: Saturno.
¿Que quiero decir con eso de “belleza y delicadeza únicas”? Mis patéticas palabras no podrían nunca expresarlo. Afortunadamente, Cassini sí puede:
Saturno eclipsando el Sol, fotografiado por Cassini (NASA). Versión a 2766×1364 px.
Al igual que Mercurio, Venus, Marte y Júpiter, Saturno es un viejo conocido de la humanidad. Al tratarse, junto con los otros cuatro, de uno de los planetas fácilmente visibles sin un telescopio, todas las culturas con el menor interés en los cielos le han dado nombre y lo han estudiado en mayor o menor medida.
Para los antiguos babilonios era la estrella de Tammuz; para los hebreos era Shabbathai, y para los chinos la estrella de la tierra (del elemento, no del planeta Tierra). Los antiguos griegos lo llamaban Kronos –dios de la agricultura, por cierto, no el del tiempo–, y los romanos Saturnus. Naturalmente, ninguna de estas civilizaciones tenía la menor idea de qué era realmente ese punto brillante en el cielo, y para todas ellas tenía algún significado místico o religioso; las Saturnales romanas, por ejemplo, eran festividades importantísimas. Lo que lo hacía especial, como a los otros planetas o errantes, era justamente eso: que no se movía junto con las estrellas “fijas”, sino que tenía un movimiento propio contra el fondo formado por ellas.
De modo que, como sucedió con los otros cuatro planetas conocidos en la Antigüedad, hubo que esperar muchos siglos para conocer la naturaleza de Saturno. Por ejemplo, lo primero en lo que cualquier persona moderna piensa cuando oye el nombre del planeta son sus anillos; son lo que lo hace especial para nosotros. Sin embargo, no es posible verlos sin un telescopio1, de modo que no conocimos su existencia hasta el Renacimiento… y, si has seguido esta serie, seguro que adivinas exactamente quién fue el primero en observarlos. Pido disculpas por anticipado por el hecho de repetir y recordar cosas del pasado constantemente, pero creo que la mejor manera de aprender cosas nuevas es relacionarlas con otras que ya sabemos, ¡así que paciencia y a aguantarme!
Sí, el primer ojo humano en ver los anillos de Saturno fue el del divino italiano, Galileo Galilei. Como hemos visto al hablar del pisano, tras conocer la existencia de los primeros telescopios fabricados en Holanda, Galileo construyó el suyo propio y, entre otras cosas, se puso a mirar el firmamento y descubrió cosas que lo dejaron sin aliento. Algunas eran fascinantes y revelaron aspectos del Universo que no hubiéramos sospechado y que Galileo supo explicar, como las fases de Venus; otras eran simplemente inexplicables, y el italiano sólo pudo dibujarlas, describirlas y expresar su desconcierto.
Una de estas cosas inexplicables era lo que Galileo vio al mirar hacia Saturno en 1610. El planeta, en vez de tener la apariencia de una esfera como los demás, tenía dos salientes a los lados, como si fueran satélites pero pegados a él. Lo absurdo del asunto es que Galileo sabía que no podían ser satélites normales: aunque las leyes de Kepler aún estaban lejos, era conocido que el período de rotación de un satélite era tanto menor cuanto más cerca estaba del planeta, y tanto mayor cuanto más lejos. Lo lógico entonces era que estos “satélites laterales” tan pegados a Saturno que nadie los había visto antes tardasen muy poco tiempo en dar una vuelta… pero pasaba justo lo contrario: ¡no se movían en absoluto! En una carta al Gran Duque de la Toscana, Galileo lo describe así:
Saturno no está solo sino que está compuesto por tres cuerpos, que casi se tocan unos a otros y nunca se mueven ni cambian de posición respecto a los demás. Están alineados con el Zodíaco, y el objeto del centro tiene un tamaño de unas tres veces el de los objetos laterales.
Diagrama de Saturno realizado por Galileo en 1610.
Naturalmente, Galileo estaba fascinado por esta anomalía de satélites inmóviles, y observó Saturno con atención en numerosas ocasiones. Poco podía imaginar el italiano que sufriría una sorpresa aún mayor. En 1612 volvió a observar Saturno para tratar de desentrañar el secreto de estos satélites cercanos pero inmóviles… y se encontró con que ya no estaban. Lejos de no moverse ni cambiar de posición, no sólo lo habían hecho sino que habían desaparecido completamente. Una posible explicación era, por supuesto, que se tratase efectivamente de satélites muy cercanos pero de movimiento tan lento que su período de revolución alrededor del planeta fuese de años enteros, y que se hubieran ocultado tras el planeta o frente a él; pero esto era, como he dicho antes, algo rarísimo.
De modo que Galileo, lejos de desfallecer y comprendiendo que sí se producían cambios en Saturno, siguió observándolo durante años. Tras un tiempo, los satélites laterales empezaron a aparecer de nuevo, pero de un modo realmente extraño: en vez de ir saliendo por los lados de Saturno, como si salieran de detrás de él, iban creciendo horizontalmente. Observándolos con cuidado, el italiano dejó de hablar de satélites y los describió como “orejas”, que dibujó con mimo; al ver el dibujo dan ganas de volver al siglo XVII y hablar con él, ¡estuvo tan cerca de comprender lo que veía!
Diagrama de Saturno realizado por Galileo en 1616.
Sin embargo, Galileo nunca llegó a comprender lo que estaba viendo, y sus telescopios –menos potentes que muchos prismáticos modernos– eran incapaces de mostrarle los anillos como lo que realmente eran. No, hacía falta tiempo y el desarrollo tecnológico correspondiente para que pudiéramos descubrir la verdadera naturaleza de las “orejas” de Saturno.
El responsable fue el holandés Christiaan Huygens –que será uno de los nombres recurrentes al hablar de Saturno y sus lunas, por cierto–. Huygens era un genio en muchos aspectos; además de un científico extraordinario era capaz de diseñar y construir aparatos de enorme ingenio y precisión. En 1656, por ejemplo, construyó el reloj más preciso hasta ese momento, con un desfase de unos quince segundos por día. En el caso de la astronomía, este ingenio se tradujo en el diseño de telescopios potentísimos para la época, muchísimo mejores que los de Galileo.
Telescopio sin tubo de Christiaan Huygens (1684).
Utilizando uno de estos telescopios con cincuenta aumentos, Huygens dirigió su mirada hacia Saturno y sus “orejas” en 1655, y vio algo extraordinario. Los salientes no eran satélites ni extensiones del propio planeta, sino que eran un anillo plano que rodeaba el planeta sin tocarlo (el telescopio del holandés no le permitía ver que se trataba de varios anillos).
Diagrama de Saturno realizado por Huygens (1659).
Huygens observó el sistema saturniano durante mucho tiempo, tratando de determinar la razón de que Galileo hubiera dejado de ver el anillo durante unos años, y publicó sus conclusiones en el maravilloso Systema Saturnium de 1659, del que hablaremos de nuevo en un par de artículos puesto que en él Huygens habla de muchas más cosas aparte del anillo.
Huygens era, como el propio Galileo, un heliocentrista convencido, y tras observar Saturno durante unos años supo explicar el extraño comportamiento del anillo a lo largo del tiempo a partir de la traslación de Saturno alrededor del Sol. La razón de que pareciese desvanecerse para luego reaparecer era una combinación de dos factores: por un lado, el carácter plano del anillo, que hacía que la mirarlo “de canto” fuese imposible discernirlo. Por otro lado, el hecho de que el eje de rotación del anillo estaba inclinado como el de la propia Tierra.
Por lo tanto, según la posición de Saturno alrededor del Sol, a veces el anillo se presentaba de “canto” hacia nosotros, con lo que desaparecía. Pero según Saturno avanzaba en su órbita alrededor del Sol, el anillo empezaba a inclinarse poco a poco y se iba haciendo visible, aunque con forma de una elipse muy chata. Cuando Saturno se encontraba en la posición en la que el ángulo de inclinación era máximo al mirar desde la Tierra, el anillo tenía la forma más circular posible (aunque nunca llegaba a ser una circunferencia pues nunca nos encontramos mirando de frente el eje de rotación). En total, el ciclo se repetía cada revolución de Saturno alrededor del Astro Rey: 29,5 años.
En la siguiente imagen, observa la meticulosidad de Christiaan Huygens: en cada posición de Saturno alrededor del Sol dibuja el planeta con su eje y anillo inclinados y, detrás, lo que se observa con el telescopio al mirar hacia el planeta. Acompañando el dibujo, el holandés apuntó las dimensiones aparentes del planeta y el anillo de forma elíptica.
El secreto del anillo, desvelado por Huygens (Systema Saturnius, 1659).
A partir de la relación entre los semiejes mayor y menor de la elipse que se veía al observar el anillo, y suponiendo que su forma real era circular, Huygens pudo incluso calcular la inclinación del eje de Saturno: unos 27 grados, un poco más que en el caso de la Tierra. Con el paso de los años, otros astrónomos realizaron dibujos aún más detallados del sistema formado por Saturno y sus anillos. En 1675, el italiano Giovanni Domenico Cassini –que ya hizo su aparición en Júpiter pero será otro de los nombres recurrentes ahora–, utilizando un telescopio aún mejor que el de Huygens, pudo discernir algo nuevo: no se trataba de un anillo sino de varios, pues había al menos un hueco entre dos anillos. Hoy en día llamamos a este hueco división de Cassini en honor al genovés, y de ella hablaremos al hacerlo más en detalle de los anillos.
El resto de las características básicas de la órbita de Saturno no supusieron un problema una vez conocidas las leyes de Kepler, pues a partir del período orbital fue posible determinar la distancia al Sol. Quiero detenerme un momento en los datos orbitales para que no olvides lo realmente lejos que nos encontramos ya del Sol.
Saturno orbita el Sol a una distancia media de unos mil cuatrocientos millones de kilómetros, es decir, un poco menos de diez veces la distancia media Tierra-Sol; considerando que la distancia media Tierra-Sol es 1 UA (una unidad astronómica de distancia), en el perihelio Saturno está a unas 9 UA de la estrella y en el afelio a unas 10 UA. La excentricidad de su órbita es por lo tanto del 5,5%, parecida a la de Júpiter: tiene una órbita elíptica, pero no exageradamente alargada.
Puesto que tarda, como he dicho antes, unos 29,5 años en dar una vuelta al Sol, Tammuz se mueve a unos 35 000 km/h en su órbita. Al igual que Júpiter, el movimiento aparente de Saturno es a veces retrógrado, ya que se encuentra tan lejos del Sol que a veces lo “adelantamos” en su órbita y a veces nos “adelanta” él. Ya hablamos de este hecho y del argumento contra el geocentrismo al hacerlo de Júpiter, con lo que no voy a repetirlo aquí.
Es difícil hacerse a la idea de lo lejos que Saturno está del Sol. Puesto que la intensidad de la radiación solar disminuye con el cuadrado de la distancia al Sol (pues la superficie sobre la que se reparte la radiación solar es la de una esfera, y esa superficie aumenta con el cuadrado del radio), el brillo del Sol sobre Saturno –que está diez veces más lejos del Sol que nosotros– es cien veces menor que en la Tierra. El Sol, desde Saturno, no es la gran bola incandescente e imposible de ignorar que es aquí: el calor que proporciona es casi inapreciable.
De hecho, en Saturno sucede lo mismo que sucedía en Júpiter: la radiación que emite el propio planeta por el hecho de estar caliente es mayor que la radiación que recibe del Sol. La razón es, por supuesto, que Saturno es un auténtico gigante, aunque no sea tan impresionante como Júpiter. En este caso no lo llamaremos estrella fallida como hacíamos con Zeus, pero desde tiempos de Huygens sabían que debía ser un enorme monstruo o, a la distancia a la que estamos de él, no podríamos verlo del tamaño que lo vemos.
Tamaños relativos de Júpiter y Saturno.
Conocida la distancia a Saturno y el tamaño aparente, es posible determinar su tamaño real: unos 58 000 km de radio medio (unas nueve veces el radio terrestre). Observa que digo radio medio, ya que Saturno es, como lo era Júpiter, una esfera bastante achatada. El radio ecuatorial de este monstruo es de unos 60 000 km, y el radio polar unos 54 000 km. Como puedes comprobar, hay una diferencia considerable: alrededor de un 10%. Las razones son las mismas que en el caso de Júpiter — por un lado, Saturno gira muy rápido alrededor de su eje y, por otro, en su mayor parte no está formado por roca, con lo que cambia de forma fácilmente. El resultado es un esferoide bastante achatado, incluso más que Júpiter.
Naturalmente, aunque es un monstruo, no es comparable al gigante Zeus: Saturno tiene el volumen de tan sólo 763 Tierras, frente a las 1321 que cabrían en Júpiter. La velocidad de rotación de Saturno en su ecuador también es menor que la de Júpiter; Tammuz da una vuelta sobre su eje cada once horas, lo que se traduce en una velocidad en el ecuador de unos 35 000 km/h. Su masa, deducible a partir de los períodos de rotación de sus múltiples satélites y por tanto conocida desde tiempos de Newton, también es moderada comparada con la de Júpiter, aunque sigue siendo monstruosa: 5,6·1026 kg, unas 95 Tierras.
Tamaños relativos de Saturno y la Tierra.
Una vez más –dijimos algo parecido en el caso de Júpiter–, observa el contraste: en masa, Saturno es 95 mayor que la Tierra, pero en volumen es 763 veces mayor. Esto significa que su densidad media es muchísimo menor que la de nuestro planeta, y aquí sí que Saturno obtiene el récord y deja a Júpiter como un planeta mediocre: la densidad de Shabbathai es de 687 kg/m3, es decir, un 69% de la densidad del agua. Se trata del único planeta del Sistema Solar menos denso que el agua, aunque recuerda siempre que estamos hablando de densidad media, puesto que,el núcleo de Saturno es bastante más denso que ese líquido.
Según los telescopios se hicieron mejores, fue posible, como en el caso de Júpiter, observar el movimiento de bandas de colores sobre la superficie saturniana, aunque mucho más tenues que en el caso del otro; de hecho, las bandas más delicadas no fueron observadas hasta que nos acercamos al gigante. Al medir la velocidad de rotación de cada banda se hizo evidente exactamente lo mismo que sucedía con Júpiter: la superficie de Saturno no gira sobre su eje como un todo, sino que lo hace escalonadamente en una serie de “bandas”: las regiones cercanas a los polos lo hacían más lentamente, y las ecuatoriales más rápidamente. Al igual que en el caso de Júpiter, la única explicación posible era que Saturno no era un objeto sólido, sino fluido. De ahí que, como su “hermano mayor”, a menudo se lo denomine un gigante gaseoso. Mal nombre ya que, al igual que Júpiter, Saturno no está formado en su mayor parte por gases, de modo que planeta gigante sería más adecuado.
La pequeña densidad de Saturno hace que la gravedad sobre la superficie de su atmósfera sea muy parecida a la terrestre, pero su enorme masa hace que la presión sobre las regiones internas sea descomunal. Por lo tanto, nuestras conclusiones sobre su interior han sido desde siempre muy parecidas a las que obtuvimos sobre Júpiter: las regiones más internas de Saturno deben tener una densidad gigantesca al ser comprimidas por la enorme cantidad de masa sobre ellas. En resumen, que las características generales de Saturno son muy parecidas a las de su “hermano mayor” aunque, en general, más moderadas por su menor tamaño.
De hecho, con el nacimiento de la espectroscopía fue posible detectar la presencia de distintos elementos químicos en la alta atmósfera saturniana, y las proporciones resultaron ser razonablemente similares a las de Júpiter: una enorme cantidad de hidrógeno (alrededor del 96%), helio (un 3%) y un 1% de otros elementos mucho menos frecuentes (nitrógeno, azufre, etc.). Al igual que en el caso de Júpiter, sin embargo, la composición de las regiones inferiores era un misterio –y, en gran medida, lo sigue siendo– pues la capa de nubes externa oculta lo que hay por debajo.
Algo en lo que Saturno sí era muy distinto de Júpiter, sin embargo, era en su silencio electromagnético. Como dijimos al hablar de él, Júpiter “grita” en el espectro electromagnético en multitud de frecuencias, y los radiotelescopios fueron capaces de detectar esas emisiones en la década de 1950. Como recordarás, la causante de esas emisiones era la intensísima magnetosfera de Júpiter. Bien, cuando los astrónomos detectaron esas emisiones jovianas, inmediatamente dirigieron sus radiotelescopios hacia el “hermano menor”, bastante convencidos de que detectarían algo similar… pero Saturno estaba callado. De vez en cuando, algún científico informaba de haber detectado algo, pero las detecciones eran siempre tenues y poco consistentes, con lo que no sabíamos si realmente había algo allí pero era demasiado débil para detectarlo, o si Saturno carecía de un campo magnético apreciable.
Hubo que esperar hasta que la sonda Pioneer 11 se acercase a Saturno para confirmar la presencia de la magnetosfera saturniana (la Pioneer midió el campo magnético directamente, no lo dedujo a partir de emisiones de radioondas), y se confirmó lo que sospechábamos: que el campo magnético existía pero era mucho más débil que el joviano. De hecho, con el tiempo y la mejora de nuestros radiotelescopios hemos podido identificar perfectamente los “gritos electromagnéticos” de Saturno, que han resultado ser más bien “susurros”, sólo un poco más fuertes que los de la propia Tierra. Como puedes ver en la siguiente gráfica, Saturno carece de los múltiples e intensos “picos” de radioondas de Júpiter, y sus emisiones se parecen mucho más a las del resto de planetas del Sistema Solar que a las del Leviatán:
Picos de radioondas de Saturno comparados con los de otros planetas del Sistema Solar (Ruslik0/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
El campo magnético de Saturno es, de hecho, ligeramente más débil que el de nuestro propio planeta, pero es suficientemente grande como para producir bellísimas auroras cuando las partículas del viento solar son capturadas por él. De haber podido ver estas auroras en el pasado no hubiéramos dudado de la presencia del campo magnético saturniano, pero hace falta un telescopio muy bueno para poder verlas. El Hubble, por ejemplo, de vez en cuando ve cosas tan maravillosas como ésta:
Aurora en Saturno capturada por el Hubble en 2004 (versión a 2261×1696 px).
Pero para conocer más sobre este gigante menor nos hizo falta, como hemos visto por la Pioneer, acercarnos a él. Fue entonces cuando pudimos ver las sutilezas en su atmósfera, los detalles de sus docenas de lunas y, sobre todo, la belleza etérea y matemática de sus anillos. Pero de ello hablaremos en la segunda entrega dedicada a la estrella de Tammuz. Hasta entonces.
- Si vas a decirme que pueden verse sin telescopio, recuerda que los prismáticos modernos son más potentes que los telescopios del Renacimiento y constituyen, en lo que a la historia de la astronomía se refiere, un telescopio razonablemente bueno.
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