Cualquiera que haya que tenido que pasar por el dentista o que se haya hecho una herida que requiriera unos puntos, por no hablar de otras ocasiones más graves, estará enormemente agradecido de que exista la anestesia.
Aunque se hicieron algunas pruebas con anterioridad se atribuye al odontólogo Horace Wells su primer uso documentado, usándose a si mismo como conejillo de indias, cuando en 1844 le pidió a su ayudante, John Riggs, que le extrajera una muela tras haber inhalado óxido nitroso.
Luego vinieron más pruebas con éter y cloroformo hasta que se fue generalizando el uso de la anestesia, hasta convertirse en una herramienta imprescindible en medicina.
Hoy en día hay muchos más anestésicos a disposición de los médicos, con distintas indicaciones y ventajas e inconvenientes, aunque a todos se les exige la capacidad de producir amnesia, para que el paciente no recuerde lo sucedido, analgesia, para que el paciente no sienta dolor, inconsciencia, e inmovilidad.
Durante mucho tiempo, dado que parecía haber una gran correlación entre la potencia de los anestésicos y su solubilidad en aceite, se pensó que estos se disolvían en la membrana de las células nerviosas, formada por grasas, y que así causaban su efecto.
Sin embargo esa teoría ha ido cayendo en desuso porque se ha comprobado que aunque la solubilidad en grasas es una condición necesaria pero no suficiente para que una sustancia funcione como anestésico; hoy en día se manejan nuevas teorías, en especial la de que funcionan uniéndose a ciertas proteínas, aunque aún hay mucho que investigar.
Así que más de siglo y medio después de haber comenzado a ser utilizada, aún no sabemos cómo funciona la anestesia, al menos no del todo.
Averiguarlo permitiría mejoras en tanto en su efectividad como en el desarrollo de nuevos fármacos con menos efectos posoperatorios como vómitos y nauseas, por no hablar de aumentar su seguridad.
Pero en cualquier caso, a mí que me sigan anestesiando cuando haga falta.
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