El pasado sábado una noticia tiñó de luto la red, Aaron Swartz, uno de los personajes más carismáticos de la red y un genio de 26 años, se había suicidado. Confieso que la noticia me dejó helado porque, a pesar de su juventud, Aaron Swartz se había convertido en alguien que había contribuido enormemente a construir el Internet que, a día de hoy, todos disfrutamos y, en su legado, nos deja sus contribuciones a la definición de RSS o de Creative Commons. Precisamente, sus fuertes convicciones en apoyo a la cultura libre fueron las que lo llevaron a sentarse delante de un tribunal por un acto valiente que, visto con cierta perspectiva, fue llevado al extremo por Estados Unidos: fue acusado de crímenes informáticos por hacerse con millones de artículos científicos de JSTOR.
Durante el fin de semana, y también durante el día de hoy, se ha hablado mucho del caso de Swartz porque, esta próxima primavera, se enfrentaba a un proceso judicial en el que la fiscalía pedía una pena de 35 años de reclusión y un millón de dólares de multa por violaciones de copyright. ¿El delito? Para el que no conozca el caso en profundidad, en septiembre de 2010, Aaron Swartz se conectó desde la red del MIT a JSTOR (un enorme repositorio de artículos científicos) y descargó alrededor de 4 millones de documentos con el objetivo de liberarlos (aunque no llegó a hacerlo) y, aunque JSTOR se mantuvo en un papel discreto (retirando su demanda) y el MIT mantuvo una cómoda neutralidad, el Gobierno de Estados Unidos actuó de oficio.
Esta actuación del gobierno, para un buen número de personas (entre las que me incluyo), fue tremendamente exagerada y prueba de ello es la pena solicitada por la fiscalía (35 años de reclusión y una compensación de un millón de dólares) que, prácticamente, colocaba la actuación de Aaron Swartz al nivel de un ataque terrorista y que, ante tanta presión, lo llevó al borde de la depresión. Si bien el abogado de Swartz ha comentado hoy que tenía una estrategia para afrontar el juicio (y que hubiesen tenido posibilidades de ganar), el hecho es que Aaron Swartz está muerto por una acusación que, vista en perspectiva, es un cúmulo de despropósitos y nos muestran algunos de los sinsentidos del mundo del copyright y la investigación científica actual (aunque ahora los cargos hayan sido retirados).
Son muchas las universidades de todo el mundo que están suscritas a revistas científicas y a repositorios de artículos de investigación que, cada día, son utilizados por miles de investigadores para buscar referencias o realizar trabajos para sus tesis doctorales o cualquier otro tipo de trabajo académico. Estas suscripciones no son gratuitas y, de hecho, no es algo que esté al alcance de cualquier bolsillo por lo que, para muchos investigadores, las redes de las Universidades son el único punto de acceso a este conocimiento.
En mi opinión, una buena parte de este conocimiento (por no decir todo) debería ser libre y no es una opinión infundada puesto que, en una gran proporción, las investigaciones están financiadas con fondos públicos. No tiene sentido que los Estados dediquen fondos a la investigación y que ésta termine materializada en patentes y artículos sujetos a copyright que están almacenados en bases de datos que son de pago. Las investigaciones sufragadas con fondos públicos deberían ser de acceso libre y universal a través de la red, algo que en Estados Unidos se solicitó formalmente al gobierno y que, por ejemplo, en Reino Unido será algo obligatorio a partir del año 2014.
Transmitir el know-how, cooperar u optimizar esfuerzos (además del reconocimiento y los méritos académicos) son algunos de los objetivos de la publicación de los resultados de las investigaciones en revistas o congresos pero, con el paso del tiempo, se ha convertido en un negocio editorial sujeto a las estrictas y duras reglas del mundo del copyright más arcaico y rancio. Y aunque pueda parecer que estoy hablando de una utopía, proyectos como Gene Expression Omnibus nos demuestran que es posible optimizar esfuerzos y que no es necesario "pagar" por algo que "ya se ha pagado", es decir, pagar con fondos públicos el acceso a un conocimiento que ya ha sido sufragado por fondos públicos.
Como bien ha comentado la familia de Aaron Swartz, su muerte va más allá de la tragedia de un chico de 26 años que decidió poner fin a su vida; es un caso de persecución extrema por parte de un aparato anquilosado en el pasado que llevó un "gesto de protesta" al nivel de un delito extremadamente grave y que nos muestra que, por mucho que hablemos hoy en día de transparencia o de Open Data, la información y el conocimiento siguen sin ser todo lo libres que desearíamos.
El caso de Aaron Swartz debería abrir un gran debate en el seno de la comunidad científica y servir de reflexión para intentar derribar, de una vez por todas, los mecanismos actuales de acceso a la información de carácter científico y liberar como mínimo, al igual que tiene planteado Reino Unido, los datos procedentes de investigaciones sufragadas con fondos públicos porque, al proceder de nuestros impuestos, deberían pertenecer a la ciudadanía.
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