jueves, 14 de junio de 2012

Conoce tus elementos – El cobre

Dentro de la serie Conoce tus elementos, en la que recorremos juntos la tabla periódica, llevamos unos cuantos meses inmersos en la “zona media” de la tabla, poblada por los llamados metales de transición. Como además seguimos aún conociendo elementos de número atómico relativamente bajo, que son los más comunes, casi todos los metales que hemos visto últimamente no sólo son muy conocidos, sino que han sido nuestros compañeros de viaje desde tiempo inmemorial. Es el caso del elemento de hoy, el de veintinueve protones: el metal chipriota, el cobre.

Si llevas toda la serie con nosotros ya tienes una idea de los grupos en los que podemos clasificar los elementos químicos en cuanto a nuestro conocimiento histórico sobre ellos: algunos son muy comunes y además se encuentran puros en la naturaleza con mayor o menor frecuencia, además de ser fácilmente identificables, con lo que los hemos conocido prácticamente desde siempre, como es el caso del hierro. Otros son muy comunes pero casi imposibles de encontrar puros, con lo que convivimos con ellos durante milenios pero sin saber que estaban ahí, como sucedió con el fósforo, que sólo identificamos en el siglo XVII. Finalmente, otros no sólo son muy infrecuentes sino que además son difíciles de detectar, con lo que su descubrimiento es aún más reciente; esto sucedió, por ejemplo, con el helio.

El cobre es, en este sentido, un elemento muy colaborador: no sólo se presenta con relativa frecuencia en estado puro, sino que además es facilísimo de identificar cuando esto sucede. Por lo tanto, es un ejemplo excelente de un metal conocido desde la Antigüedad, uno de los siete metales que cumplen esa condición –y en la tabla periódica hay ochenta y tantos metales, así que se trata de un grupo muy selecto–. Por si te lo estás preguntando, los otros miembros del club son el hierro, el estaño, el plomo, la plata, el oro y el mercurio.

Cable de alta tensión de cobre
Cobre en un cable de alta tensión (WdWd / CC 3.0 Attribution-Sharealike License).

Ya dijimos, al hablar del titanio, que ese elemento se ha convertido en un extraordinario aliado tecnológico de la civilización moderna. El cobre, sin embargo, lo deja en pañales en cuanto a su importancia para nuestra tecnología: el conocimiento de su existencia, su utilidad y, sobre todo, la capacidad de obtenerlo en gran cantidad, cambiaron nuestra historia como especie para siempre. Gracias a él abandonamos la Edad de Piedra, para luego abandonarlo hasta cierto punto y luego volver de nuevo a él como metal fundamental en nuestra tecnología. Pero vamos por partes.

Aunque parezca contradictorio, el cobre no es de los elementos más abundantes en la corteza terrestre. Existe en una proporción de unas 50 partes por millón, y si ordenásemos los elementos de la corteza según su frecuencia ocuparía el nada honorable puesto número 26, entre el zinc y el cerio. Para ponerlo en perspectiva, el hierro es unas ochocientas veces más abundante que el cobre en la corteza de nuestro planeta. Sin embargo, no sólo supimos cómo extraer cobre de las rocas antes que hierro, sino que durante muchos milenios el cobre fue nuestro metal tecnológico fundamental.

Malaquita
Malaquita, CuCO3•Cu(OH)2 (Jon Zander/ CC 3.0 Attribution-Sharealike License).

Sería destronado por el hierro por muchas razones, sí, pero la importancia del cobre para nuestra especie no estribó al principio en su abundancia, que no es tanta como la de otros metales, ni en su utilidad, que aunque la tiene no es comparable a la del hierro, sino en algo diferente: su accesibilidad. Para poder utilizar hierro en grandes cantidades hace falta una tecnología bastante avanzada, pero para utilizar cobre no. El cobre fue algo así como un trampolín para nosotros, un escalón inferior sobre el que nos apoyamos para construir una civilización tecnológica basada en los metales.

Para empezar, el cobre es uno de los pocos metales que puede encontrarse puro en la naturaleza (es decir, “nativo”) en cantidades lo suficientemente grandes como para alimentar una industria minera, aunque sea primitiva. Así, no hace falta una industria metalúrgica que lo aísle de rocas en las que forma compuestos –aunque esto sea muy útil, y de ello hablaremos en un momento–, sino que basta con hallar cobre metálico y sacarlo del suelo, ¡y listo!

Cobre nativo
Cobre nativo (Jonathan Zander / CC 3.0 Attribution-Sharealike License).

Además, como ves en la fotografía, es un metal facilísimamente reconocible por su color. Prácticamente todos los metales tienen el característico brillo metálico gris o plateado, según lo pulidos que estén, ya que reflejan excelentemente toda la luz que les llega. Sin embargo, existen tres metales especiales, únicos en su color por sus configuraciones electrónicas, de modo que al verlos aislados es imposible no reconocerlos; uno es el osmio, otro es el oro y el tercero es el cobre. Tanto en el caso del cobre como del oro su color se debe a ciertas transiciones electrónicas –cambios de nivel energético– entre dos subniveles, 3d y 4s, ya que la diferencia de energía entre ellos se corresponde con la luz de color anaranjado que tan bellos hace tanto al uno como al otro. A mí, tosco que soy, me parece incluso más bonito el color del cobre que el del oro, pero bueno.

El caso es que, aun para un ser humano tecnológicamente inepto y científicamente incompetente, es relativamente fácil encontrar cobre y además saber que lo es. Ahora ya no queda tanto en superficie, claro, pero parece ser que antes la cosa era muy distinta: en lugares como Creta o Chipre, al parecer, hubo un tiempo en la Antigüedad en el que era frecuente encontrar cobre puro simplemente dando un paseo sin necesidad siquiera de excavar.

Para rizar el rizo de la comodidad, el cobre se funde con relativa facilidad, a algo más de 1000 ºC, y mucho antes de eso se ablanda lo suficiente como para poder moldearlo a voluntad. Incluso a temperatura ambiente no es demasiado duro, lo cual es una ventaja para trabajar con él, porque con unos cuantos martillazos lo cambias de forma como si tal cosa.

La consecuencia de estas características es que, junto con el oro, debe de haber sido uno de los primeros metales en ser reconocido como tal y trabajado de alguna manera. Los primeros objetos de cobre de los que tenemos constancia son de alrededor del 9 000 a.C. en Oriente Medio. Claro, al principio sólo era posible hacer cosas burdas, como alfileres, broches o pendientes. Según avanzó nuestra tecnología fue posible calentar el cobre para moldearlo mejor y, finalmente, fundirlo y usar moldes para obtener objetos más complejos. La llegada del cobre marcó el paso de la Edad de Piedra a la Edad del Cobre y, en cierto sentido, fue un heraldo de la llegada de cambios mucho más radicales.

Un ejemplo excelente de esta época es Ötzi, el hombre momificado naturalmente que se encontró en 1991 el valle de Ötz, en los Alpes italianos y del que seguramente has oído hablar. Este individuo vivió alrededor del año 3 300 a.C., en plena Edad del Cobre europea. Entre los objetos que lo acompañaban hay todavía muchos de piedra: un cuchillo de pedernal y puntas del mismo material. Sin embargo, también hay un objeto que en su época tiene que haber sido realmente valioso: un hacha con el filo de cobre con una pureza del 99,7%. Se trata aún de un intento primitivo de trabajar metales, pues no está aleado con nada, y salió de una mina de cobre nativo y no de un proceso tecnológico más avanzado, pero es un síntoma del cambio que se estaba produciendo por entonces.

Hacha de Ötzi
Hacha de Ötzi (alrededor de 3 300 a.C.).

Sin embargo, las principales minas de cobre no estaban en los Alpes, sino en el Mediterráneo oriental. Aún existen túneles de minas excavadas en la Edad del Cobre en Israel y otros lugares, aunque el metal haya sido extraído de ellas hace milenios, claro. La civilización minoica de Creta, que utilizó este metal con profusión, obtenía casi todo su cobre de su propia isla y, sobre todo, de Chipre, donde parece que había minas de una producción extraordinaria y que duraron mucho tiempo.

Tanto es así que, milenios más tarde, los romanos seguirían obteniendo casi todo su cobre de Chipre, y lo llamarían aes Cyprium (metal o aleación de Chipre), posteriormente acortado hasta simplemente cuprum, de donde provienen tanto nuestra palabra cobre como el símbolo del metal (Cu). Y el metal de Chipre no nos ha abandonado como aliado desde que lo descubrimos a pesar de su humildad.

Mina calcolítica
Mina de la Edad del Cobre en Israel (dominio público).

Naturalmente, por más minas de cobre nativo que hubiese, para usarlo en gran cantidad hacía falta un avance tecnológico: la fundición. El cobre está presente en tantas rocas que obtenerlo de ellas es bastante simple. Un fuego razonablemente caliente (más que su temperatura de fusión de 1000 ºC) hace de su extracción algo bastante fácil comparada con la de otros metales. Tanto es así que hay quien piensa que puede haber sucedido por casualidad en algunos lugares, cuando un fuego intenso ardió sobre rocas que contuviesen cobre, como la calcopirita o la malaquita.

Sería fácil darse cuenta, en una de esas ocasiones, de que se formaban gotas de cobre (que, como hemos dicho antes, es fácil de reconocer) y, desde ahí, alguien con ingenio o curiosidad podría finalmente establecer una fundición de cobre con razonable facilidad. Al ser capaces de obtenerlo de rocas en las que forma compuestos, la cantidad de cobre disponible se disparó: las culturas que descubrieron la fundición del cobre multiplicaron así la cantidad disponible y dependieron menos de fuentes externas.

Cuprita
Cuprita, Cu2O (Didier Descouens / CC 3.0 Attribution-Sharealike License).

Eso sí, el comercio del cobre siguió siendo importante y las civilizaciones muy extendidas –como Roma– siguieron utilizando minas de cobre nativo cuando les fue posible. Con el paso de los siglos, claro, fue desapareciendo el cobre puro y se hizo necesario extraerlo de sus compuestos más a menudo. Cuando hablamos del níquel ya dijimos que en la Edad Media la manera común de obtenerlo era de rocas, y cómo era un metal tan preciado por los mineros que al principio pensaron que el níquel era el resultado de la transformación maliciosa de cobre por parte de criaturas mágicas.

Ahora bien, la propia naturaleza “colaboradora” del cobre supone también su mayor defecto: es fácil de trabajar porque es un metal blando, pero eso mismo lo limita como arma y armadura. Sin embargo, el ser humano siempre supera los obstáculos para matar a otros seres humanos de manera eficiente, y en este caso encontró una solución bastante pronto: el bronce, una aleación de cobre con estaño. El bronce supuso un enorme avance para nuestra tecnología, no sólo en la guerra sino en muchos otros aspectos. Roma fue una consumidora ávida de cobre, y se piensa que las minas chipriotas e hispanas producían unas quince mil toneladas al año, ya que los romanos usaban el cobre –puro, en bronce o aleado con zinc para formar latón– para casi todo: armas y armaduras, estatuas, monedas, utensilios domésticos…

Con el tiempo, el cobre fue siendo reemplazado como rey de los metales útiles por otros, especialmente el hierro. Podrías pensar que, una vez nuestra tecnología nos permitió explotar esos otros metales “avanzados”, el cobre fue cayendo poco a poco en el olvido… pero no fue así. En parte, porque seguía siendo fácil de trabajar y útil para aplicaciones prácticas que no requiriesen de otros metales, pero también en parte –deliciosas ironías de la vida– porque, una vez nuestra tecnología avanzó aún más, descubrimos nuevas y extraordinarias propiedades en él, de modo que el cobre resurgió como metal tecnológico.

Lo que sí es cierto es que hubo un par de milenios en los que el cobre perdió bastante importancia: la época durante la cual sus propiedades mecánicas suponían una limitación y nuestra tecnología no había avanzado lo suficiente para apreciar esas otras “nuevas y extraordinarias” características. Es como si el cobre fuera muy útil si apenas tienes tecnología o si tienes una bastante avanzada, de modo que durante un período de nuestra historia lo dejamos un poco de lado –aunque nunca del todo, por supuesto, ya que siguió utilizándose puro o como parte del bronce o latón para esculturas, tejados, adornos…–.

Tejados de cobre
Tejados de cobre en el ayuntamiento de Minneapolis (Micah Clemens / CC Attribution 2.5 Generic License).

Seguro que has visto tejados verdes de cobre: inicialmente, claro, no eran de ese color, sino del bello color rojizo brillante del cobre. Pero, al estar a la intemperie, se producen diversos procesos de oxidación y corrosión. En primer lugar, el cobre se oxida con el O2 del aire y forma cuprita (Cu2O), que es de un color rosado. Luego, según continúa la oxidación, se forma tenorita (CuO), con mayor contenido en oxígeno. La tenorita es de un color negruzco nada vistoso.

Sin embargo, según llueve sobre ellos, los óxidos de cobre van reaccionand con ácidos presentes en el agua de la lluvia, como el ácido carbónico (H2CO3) y el ácido sulfúrico (H2SO4), y forman compuestos mucho más bellos que la tenorita. Los tres más comunes, cuya mezcla da a los tejados de cobre ese color característico, son la azurita (Cu3(CO3)2(OH)2) –que tiene un color azul intenso–, la brochantita (Cu4SO4(OH)6) y la malaquita (Cu2CO3(OH)3), ambas de color verde. Bajo la pátina formada por ellas sigue habiendo cobre puro, pero nos es imposible verlo.

Por más bello que sea, la propiedad fundamental del cobre para nosotros hoy día –y la razón de su resurgimiento como metal tecnológico– no es su apariencia, sino la libertad enorme de movimiento que tienen algunos de sus electrones. Los electrones del cobre pueden moverse por el metal con extraordinaria facilidad –sólo el oro y la plata son comparables, por su similar configuración electrónica–. Esto tiene dos consecuencias utilísimas para nosotros. Por una parte, hace que el cobre transmita el calor de una manera muy eficaz: de los metales, sólo la plata es mejor conductor térmico que él. La conductividad térmica es una propiedad fundamental para muchos de los dispositivos que empleamos constantemente.

Disipador térmico
Disipador térmico de cobre.

Un ejemplo es el de los disipadores: su propósito es liberar calor al aire lo más rápidamente posible para refrigerar algo, como la CPU de un ordenador. Para conseguirlo suelen utilizarse ventiladores para obtener flujo de aire, una estructura que maximice la superficie de contacto con ese aire y, naturalmente, un conductor térmico excelente. El cobre no es el mejor conductor térmico: el diamante es mucho mejor que él y, como he dicho antes, la plata también lo supera. Pero claro, en cuanto al precio no hay comparación ni con el uno ni con la otra, de modo que en este caso el “segundón” se lleva la palma. El disipador del ordenador con el que escribo esto es de cobre, aunque hoy en día es relativamente común usar aluminio en muchos portátiles en vez de cobre, ya que es tres veces más ligero y además es más barato.

Otro ejemplo es el de los intercambiadores de calor (ya que, en el fondo, es básicamente lo mismo que un disipador). En ellos se transfiere energía térmica entre dos medios sin necesidad de mezclarlos; por ejemplo, puede utilizarse agua caliente para calentar agua fría sin mezclar el agua de ambas tuberías. Para ello basta con enrollar el extremo de un hilo cobre alrededor de una tubería, como si fuera una bobina, y luego hacer lo mismo con el otro extremo del mismo hilo — la energía térmica viaja estupendamente por el cobre y tenderá a equilibrar la temperatura de los dos extremos de manera muy eficaz. Los intercambiadores de calor se utilizan en multitud de aparatos: aire acondicionado, climatización de piscinas, casi cualquier planta industrial… el cobre, nuestro antiguo trampolín, sigue siendo nuestro aliado fiel.

Intercambiador de calor
Intercambiador de calor casero de cobre.

Pero la segunda consecuencia de la facilidad de movimiento de los electrones en el cobre es aún más importante: esa facilidad de movimiento lo convierte en un conductor eléctrico de primera categoría. Una vez más, de entre los metales sólo lo supera la plata, que es la auténtica reina de la conducción eléctrica y térmica; pero, una vez más, el humilde y barato cobre es el vencedor final por razones prácticas.

Cable de cobre
Cable de cobre (dominio público).

Tanto es así que el 60% de la producción mundial de cobre se destina a transportar corrientes eléctricas: cables, circuitos electrónicos, electroimanes… de todo. No exagero si digo que, sin el cobre, nuestra civilización no sería la misma, tal es nuestra dependencia eléctrica de este metal. El aluminio es más barato y ligero, la plata conduce mejor y el hierro es más duro, pero el cobre posee el equilibrio justo de cualidades. A veces, en la moderación está la perfección.

Desafortunadamente, como decía al principio del artículo, no es tremendamente abundante y lo consumimos a tal ritmo que en unas décadas habremos extraído casi todo el que puede extraerse sin demasiado esfuerzo, de modo que es probable que para entonces busquemos un nuevo “aliado tecnológico” al haber agotado éste.

Producción mundial de cobre
Producción mundial de cobre (dominio público).

La humildad y discreción del cobre se ponen de manifiesto en su segundo consumidor anual en volumen: la fontanería. El cobre resiste bastante bien la corrosión, pues forma una pátina que protege el resto del metal de la exposición al exterior –algo que no le sucede, por ejemplo, al hierro– y además su baja temperatura de fusión hace que sea muy fácil soldarlo para unir tuberías.

El cobre tiene, además de su importancia tecnológica, relevancia también para nuestra biología y la del resto de seres vivos. En nuestro organismo, el cobre forma parte de diversas proteínas en las que se oxida o se reduce para producir cambios sobre otras sustancias. Desde luego, nos hace falta sólo como oligoelemento y no hace falta consumir una gran cantidad: con un miligramo o dos por día, listo. Puesto que casi todos los seres vivos –animales y plantas– necesitan cobre como nosotros, una dieta normal y corriente basta para proporcionarnos la ínfima cantidad que necesitamos.

Al igual que con tantos otros elementos, aunque el cobre es necesario, una cantidad excesiva puede ser perjudicial. Las buenas noticias son que, por un lado, no es fácil consumir cobre en alimentos en la cantidad suficiente como para que sea un problema y que, por otra parte, nuestro cuerpo es bastante eficaz al regular la absorción de cobre, y puede librarse del exceso, generalmente, sin que la cosa pase a mayores.

Como he dicho, el cobre es necesario como parte de algunas proteínas en muchos seres vivos, pero existen algunos para los que es tan importante como el hierro lo es para nosotros. Ya dijimos, al hablar del hierro, que este elemento es fundamental para la respiración pues es parte esencial de la hemoglobina, la proteína encargada, entre otras cosas, de “agarrar” el oxígeno en los pulmones y transportarlo en la sangre hasta las células.

Pulpo
Pulpo común, un molusco de sangre azul (Albert Kok / CC Attribution-Sharealike 3.0 License).

Bien, existen organismos que no tienen hemoglobina sino hemocianina, una proteína de función similar pero que utiliza cobre en vez de hierro. La hemocianina, por cierto, no es de color rojo como la hemoglobina, sino azulado, con lo que la sangre de los animales que la utilizan es azul en vez de roja. Se trata de prácticamente todos los moluscos –almejas, pulpos, caracoles…–, además de algún cangrejo primitivo, como el de herradura. ¡Para ellos el cobre sí que es un aliado de verdad!

En la siguiente entrega de la serie, el elemento de treinta protones: el zinc.



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